Doña Raquel ha hecho su vida aquí dentro: las salidas sólo han sido accidentes, después de las cuales volvía a la normalidad. Como una unidad indeleble, sustraída a cualquier posibilidad de desdoblarse en amor, doña Raquel se ha ido secando junto al espectro de un esposo de los que hacen milagros, un esposo que consiguió conservar enteras las apariencias de esplendor cuando el esplendor se había ya esfumado en el tiempo. Como él mismo. La gente, al morir. Deja un rastro que no dura, es, todo lo más, una lucecita encendida todo el año en un altarcito hecho en la alcoba de casa; unas violetas el día de Todos los Santos, un rosario pasado en la misa anual, cuando la familia se reúne y las señoras lucen pieles y sombreros de un Ensanche en el cual ya no viven. Sólo vive la vieja, en Ensanche. Los hijos, ya casados, han emigrado a barrios más altos, allí donde Barcelona se aleja del mar y busca la montaña. Doña Raquel, no obstante, quedará siempre en esta tribuna del Ensanche, en los restos del sueño deslumbrador. Mira las calles otoñales y, si queréis, recuerda. También tuvo una época muy feliz, después de la guerra, cuando el marido obtuvo un cargo diplomático en Sudáfrica. Pero no era lo mismo y ambos lo sabían. Había muerto alguna cosa más fuerte que ellos mismos, más amplia y gloriosa.
Doña Raquel condena a la Historia por tantos desconciertos en su vida privada. Si no fuese por la Historia, no hubieran tenido que ir a Valladolid durante tres años; habría hecho una visita de turismo, todo lo más. Si no fuese la Historia, el marido continuaría recibiendo a los herederos del señor Prat y, en la fábrica, aún continuarían llamándole «el principal» en lugar de «el jefazo». Y ella, por lo menos, aún podría continuar yendo al Liceo sin miedo a herir sus ojos con la joyería descarada de tantas nuevas ricas.
La maldita Historia no ha cambiado, sin embargo, las costumbres básicas de doña Raquel, que continúa yendo a misa cada mañana ‒siempre en la Capilla Francesa‒y pasando los tres meses de verano en Vallgorguina y murmura de la criada cada vez que puede y suele quejarse de la charnegada que ensucia a Barcelona desde hace veinte años. Sólo una cosa buena ha traído la Historia: una santa y bien ganada tranquilidad, paz en su modo de ser, en su calle, en la gran ciudad de un gran país.
Y doña Raquel, cuando voy a visitarla, aún me presta siempre un libro de la «Fundació Bernat Metge». Me los presta uno a uno, para guardar las formas de la cortesía. Y el volumen primero de las Vides paral·leles lo tiene dedicado ‒ ¡Podéis creerlo! ‒ por el mismísimo Carles Riba. Pero anoche, cuando yo iba a leerlo en voz alta para los obreros de la fábrica, tuve que perder diez minutos cortando sus hojas. Porque, como siempre, los libros de la «Fundació Bernat Metge» que tiene doña Raquel sólo están abiertos por la hoja que contiene la dedicatoria del traductor.
El otoño se balancea sobre los angelitos de piedra, la fauna modernista, los cristales biselados, las cúpulas y los viejos árboles del Ensanche…
La torre de los vicios capitales, fragment de “Ensanche” pàgines 158, 159
Barcelona, 10 de octubre de 1967