Montserrat Roig

(…) Quan travessaren la Via Laietana, en Màrius va dir, una vegada que havia barrejat oli amb tabac, oli? Féu la Natàlia, sí, el que surt de la reïna de l’haixix, doncs, una vegada que anava passat em creia que la Via Laietana era un túnel, o, més ben dit, un tub molt i molt llarg, un tub que no s’acabava mai, jo relliscava i m’ajupia per no caure, i vaig veure que érem als anys quaranta; com que m’ajupia, veia els turmells de les dones, turmells amb mitges clares, turmells rosats… Per què no vas voler fumar a ca l’Antoni?, volgué saber la Natàlia. Perquè no sabia què en pensaries… Escolta, com em veus tu? No ho sé, em desconcertes. Tens la mateixa edat que la mare… La mare tot el dia es queixa, parla com a les novel·les de la ràdio. El pare és un cínic. En Màrius callà una estona. Aviat fotré el camp, tornà, faré com tu, me n’aniré ben lluny, no m’agrada aquesta ciutat. És com si s’enfonsés a poc a poc… La Natàlia va dir: jo també creia que aquesta ciutat s’enfonsava però a fora he comprès que la ciutat, la portem dins. En Màrius no digué res. Tot d’una, preguntà amb veu més normal, qui era en Julián Grimau? Per què m’ho preguntes? Perquè a l’Institut van repartir octavilles per allò d’en Puig Antich i parlaven d’un que es deia Grimau. La Natàlia va pensar, quantes coses, en aquests anys! En Grimau era un dirigent comunista que assassinaren l’altre any en què jo me’n vaig anar, per la primavera. Quan te’n vas anar, tu, l’any de la neu a Barcelona? I l’any de les riuades, afegí. Vols saber una cosa?, va fer en Màrius, doncs que aquest país em fa fàstic. A mi també me’n feia, digué la Natàlia, i he tornat. Jo no hauria tornat… Però és que jo vaig descobrir, aclarí la Natàlia, un bon dia, que no em feia fàstic el país, sinó que em feien fàstic els qui em voltaven i també tenia fàstic de mi mateixa. I saps per què? Perquè, al capdavall, tenia por que arribés el temps de les cireres. I per a voler el temps de les cireres cal tenir fe que un dia arribarà. Què és el temps de les cireres? La Natàlia li ho explicà. Enraonaren molta estona, mentre els sorolls de la ciutat prenien consistència i les boires de la nit desapareixien del tot. En Màrius, ara, parlava pels descosits, com si es coneguessin de sempre. Vaig sentir molt de fàstic, continuava en Màrius, quan mataren en Puig Antic. Tant de fàstic com quan passà allò de l’avi. La Natàlia s’aturà, què, de l’avi? És que no t’han dit res els pares? No… L’avi és al manicomi, el papà el va tancar l’any passat.

El temps de les cireres, Montserrat Roig, Edicions 62

Carlota Gurt

«183 dies abans

Aquesta nit la novel·la s’ha apoderat de mi i m’ha despertat ben d’hora perquè comencés a treballar-hi. De vegades em fa l’efecte que no és que jo vulgui escriure una novel·la, sinó que hi ha una novel·la que vol que jo l’escrigui.

He engolit una torrada amb melmelada, dreta, al costat de la pica, per no perdre els trenta segons d’asseure’m a taula. Escriuré una sinopsi collonuda, pensava tota l’estona, una sinopsi rodona, fa tants dies que hi dono voltes que no pot ser d’una altra manera.

He instal·lat l’ordinador i la impressora a l’escriptori, a la vora de la finestra de la sala, per poder mirar-me tot aquell verd insolent quan la determinació em flaquegi. He arrenglerat els llapis, gomes i bolis a la cantonada de la taula, he tret de la bossa la llibreta on tinc totes les notes que he anat prenent els dos últims mesos, des que el Guim em va renyar: T’hauries d’apuntar les idees, o et marxaran del cap.

M’he assegut al davant de la pantalla i he premut el botó d’engegar l’ordinador. Ha sigut un instant solemne. Només m’ha faltat que un gravador es posés a cisellar la llinda de pedra del balconet:

AQUÍ REMEI SALA MUNT VA COMENÇAR

 A ESCRIURE SOLA

MMXVI A.D.»

Sola, Carlota Gurt, Proa

 

 

Terenci Moix

 

Doña Raquel ha hecho su vida aquí dentro: las salidas sólo han sido accidentes, después de las cuales volvía a la normalidad. Como una unidad indeleble, sustraída a cualquier posibilidad de desdoblarse en amor, doña Raquel se ha ido secando junto al espectro de un esposo de los que hacen milagros, un esposo que consiguió conservar enteras las apariencias de esplendor cuando el esplendor se había ya esfumado en el tiempo. Como él mismo. La gente, al morir. Deja un rastro que no dura, es, todo lo más, una lucecita encendida todo el año en un altarcito hecho en la alcoba de casa; unas violetas el día de Todos los Santos, un rosario pasado en la misa anual, cuando la familia se reúne y las señoras lucen pieles y sombreros de un Ensanche en el cual ya no viven. Sólo vive la vieja, en Ensanche. Los hijos, ya casados, han emigrado a barrios más altos, allí donde Barcelona se aleja del mar y busca la montaña. Doña Raquel, no obstante, quedará siempre en esta tribuna del Ensanche, en los restos del sueño deslumbrador. Mira las calles otoñales y, si queréis, recuerda. También tuvo una época muy feliz, después de la guerra, cuando el marido obtuvo un cargo diplomático en Sudáfrica. Pero no era lo mismo y ambos lo sabían. Había muerto alguna cosa más fuerte que ellos mismos, más amplia y gloriosa.

Doña Raquel condena a la Historia por tantos desconciertos en su vida privada. Si no fuese por la Historia, no hubieran tenido que ir a Valladolid durante tres años; habría hecho una visita de turismo, todo lo más. Si no fuese la Historia, el marido continuaría recibiendo a los herederos del señor Prat y, en la fábrica, aún continuarían llamándole «el principal» en lugar de «el jefazo». Y ella, por lo menos, aún podría continuar yendo al Liceo sin miedo a herir sus ojos con la joyería descarada de tantas nuevas ricas.

La maldita Historia no ha cambiado, sin embargo, las costumbres básicas de doña Raquel, que continúa yendo a misa cada mañana ‒siempre en la Capilla Francesa‒y pasando los tres meses de verano en Vallgorguina y murmura de la criada cada vez que puede y suele quejarse de la charnegada que ensucia a Barcelona desde hace veinte años. Sólo una cosa buena ha traído la Historia: una santa y bien ganada tranquilidad, paz en su modo de ser, en su calle, en la gran ciudad de un gran país.

Y doña Raquel, cuando voy a visitarla, aún me presta siempre un libro de la «Fundació Bernat Metge». Me los presta uno a uno, para guardar las formas de la cortesía. Y el volumen primero de las Vides paral·leles lo tiene dedicado ‒ ¡Podéis creerlo! ‒ por el mismísimo Carles Riba. Pero anoche, cuando yo iba a leerlo en voz alta para los obreros de la fábrica, tuve que perder diez minutos cortando sus hojas. Porque, como siempre, los libros de la «Fundació Bernat Metge» que tiene doña Raquel sólo están abiertos por la hoja que contiene la dedicatoria del traductor.

El otoño se balancea sobre los angelitos de piedra, la fauna modernista, los cristales biselados, las cúpulas y los viejos árboles del Ensanche…

La torre de los vicios capitales, fragment de “Ensanche” pàgines 158, 159

Barcelona, 10 de octubre de 1967

Isabel Barceló

 

(Fotografia de Celia Corrons)

“Cerca ya de la fecha del alumbramiento, Lucrecia dejó a su corte en Módena y se trasladó a Reggio con un pequeño séquito. Allí el aire estaba limpio de las miasmas pestíferas, y el calor empezaba a ceder, aunque, por razón de las altas murallas, en la ciudadela donde se alojaba no corría mucho aire. Cierto día, después de haber despachado los asuntos y las cartas más urgentes, se propuso dar un paseo con la comadrona que debía asistirla y otras tres damas. Se disponían a cruzar el umbral del palacio para salir cuando una comitiva a caballo entró en la plaza y levantó una polvareda que las hizo retroceder. Entre toses y movimientos de la mano para apartar el polvo, se echó a reír la duquesa. Estaba de buen humor. Y no pudo por menos que recibir en ese mismo momento a los recién llegados.

Se trataba de los representantes de una ciudad del ducado que venían a saludarla y entregarle unas cartas destinadas al señor duque para el cual traían también un obsequio. Los escuchó con suma cortesía y les aseguró que esa misma mañana enviaría el recado a su consorte. Apenas se despidieron, Lucrecia le dictó a su secretario una carta dirigida a su esposo. «Habiendo venido ahora una cabalgata de Cartignana con cartas dirigidas a vuestra excelencia y cinco perdices, adjunto a esta misiva las cartas; las perdices se quedan aquí, sabiendo que donde vuestra excelencia se encuentra no le falta comida exquisita». Ese destello de ironía y confianza haría sonreír también al duque. La duquesa, próxima a dar a luz tenía buen apetito y muchos deseos de probar las aves, aunque las dejó para que las cocinaran al día siguiente. Por razones de conservación, urgía comer antes el pescado enviado el día anterior por su cuñado, el marqués de Mantua.

Tres días después, el 18 de septiembre de 1505, entre oraciones, amuletos, paños empapados en agua hervida y agua caliente, horribles dolores, sudor y muchas horas de sufrimiento, dio a luz a su primer varón de la casa Este. Lo llamaría Alejandro en recuerdo de su padre. Desde el momento en que se lo pusieron entre sus brazos, Lucrecia lo observó con preocupación. Pronto se comprobó que el pequeñín no se cogía a la teta y la matrona y la nodriza, muy doctas en cuidar a los neonatos  y a las madres, se turnaban para atenderlo y vigilarlo. También el médico que visitó al recién nacido escribió al duque Alfonso dándole cuenta del estado de salud de madre e hijo y es posible que no le diera muchas esperanzas respecto a la supervivencia de este último.”

Lucrecia Borgia (1480-1519) Bajo una nueva luz, Isabel Barceló Chico, Editorial Sargantana

 

La rabosa

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

MALUY.2023

“La rabosa”

Aquarel·la sobre paper de gra fi

31×23 cm