Cuando Carvallo ocupó su puesto sentía una alegría solo comparable a la de los niños a la expectativa de un acontecimiento ilusionador. Una alegría sentada, en la que el cuerpo es dueño de la situación, pero las piernas se van como si quisieran correr al encuentro del acontecimiento. Carvalho se concentró en el despegue del avión, en la visión rápidamente alejada de Las Vegas cual decorado de cartón emergente en pleno desierto y en la preparación del momento en que el Boeing sobrevolara Zabriski Point i el Valle de la Muerte. Carvalho había peregrinado repetidas veces a la zona, fascinado por la llamada estética de las romas colinas de bórax, cárdenas progresivamente a medida que se teñían de atardecer, o atraído por el reclamo de embudo del Valle de la muerte, con sus aguas azufradas y el brillo de la costra de sales. Desde el avión, a vista de pájaro, se apreciaba la grandeza absurda de un paisaje geológicamente residual pero que actuaba sobre Carvalho como una sirena encelada. Se hubiera arrojado en paracaídas provisto de un macuto cargado con las maravillas que salen de los macutos de Hemingway: latas de judías y tocino ahumado sobre todo. Algo, no obstante, impedía que Carvalho disfrutara como otras veces de su vicio secreto y solitario. Algo que ocurría a su alrededor actuaba como ruido interruptor de una transmisión radiofónica. Algo que se decía o cómo se decía. El foco del disturbio estaba muy cerca, a su lado. Sus dos compañeros de asiento hablaban de España y uno de ellos en un inglés evidentemente acentuado de catalán.
―Es curioso que en ocho años de estancia en la base de Rota no aprendiera usted a hablar español.
―Las bases tienen una vida autónoma. Sólo empleamos gentes del lugar para el servicio y para…
Con una carcajada cómplice el americano hizo un gesto suficiente, probablemente aprendido en algún bar de Cádiz. El catalán pasó por alto la impertinencia y prosiguió una conversación entre hombres de negocios. El americano era dueño de una pequeña fábrica de material deportivo y estaba en plena campaña de inspección de concesionarios. El mundo para él se dividía entre los que le compraban y los que no. Hasta los chinos comunistas le parecían seres excepcionales porque le compraban material de excursionismo a través de Hong Kong. En cambio, no podía soportar a los cubanos, ni a los brasileños, ni a los franceses. No conseguía venderles ni una cantimplora. Cuando elogiaba las cualidades éticas y compradoras de cualquier comunidad, el americano además del juicio pertinente daba una palmada y gritaba ¡olé! En un evidente acto de homenaje lingüístico al país de su interlocutor. En cuanto a éste, pronto resumió correctamente su quehacer. Era manager de la Petnay, una de las compañías multinacionales más importantes del mundo. Su responsabilidad básica era España y alguna zona latinoamericana, pero muy frecuentemente viajaba a Estado Unidos para departir con la casa central y ponerse al día en técnicas de marketing.
La soledad del manager, Manuel Vázquez Montalbán, Editorial Planeta, colecció Fábula