(Fotografia de Celia Corrons)
“Cerca ya de la fecha del alumbramiento, Lucrecia dejó a su corte en Módena y se trasladó a Reggio con un pequeño séquito. Allí el aire estaba limpio de las miasmas pestíferas, y el calor empezaba a ceder, aunque, por razón de las altas murallas, en la ciudadela donde se alojaba no corría mucho aire. Cierto día, después de haber despachado los asuntos y las cartas más urgentes, se propuso dar un paseo con la comadrona que debía asistirla y otras tres damas. Se disponían a cruzar el umbral del palacio para salir cuando una comitiva a caballo entró en la plaza y levantó una polvareda que las hizo retroceder. Entre toses y movimientos de la mano para apartar el polvo, se echó a reír la duquesa. Estaba de buen humor. Y no pudo por menos que recibir en ese mismo momento a los recién llegados.
Se trataba de los representantes de una ciudad del ducado que venían a saludarla y entregarle unas cartas destinadas al señor duque para el cual traían también un obsequio. Los escuchó con suma cortesía y les aseguró que esa misma mañana enviaría el recado a su consorte. Apenas se despidieron, Lucrecia le dictó a su secretario una carta dirigida a su esposo. «Habiendo venido ahora una cabalgata de Cartignana con cartas dirigidas a vuestra excelencia y cinco perdices, adjunto a esta misiva las cartas; las perdices se quedan aquí, sabiendo que donde vuestra excelencia se encuentra no le falta comida exquisita». Ese destello de ironía y confianza haría sonreír también al duque. La duquesa, próxima a dar a luz tenía buen apetito y muchos deseos de probar las aves, aunque las dejó para que las cocinaran al día siguiente. Por razones de conservación, urgía comer antes el pescado enviado el día anterior por su cuñado, el marqués de Mantua.
Tres días después, el 18 de septiembre de 1505, entre oraciones, amuletos, paños empapados en agua hervida y agua caliente, horribles dolores, sudor y muchas horas de sufrimiento, dio a luz a su primer varón de la casa Este. Lo llamaría Alejandro en recuerdo de su padre. Desde el momento en que se lo pusieron entre sus brazos, Lucrecia lo observó con preocupación. Pronto se comprobó que el pequeñín no se cogía a la teta y la matrona y la nodriza, muy doctas en cuidar a los neonatos y a las madres, se turnaban para atenderlo y vigilarlo. También el médico que visitó al recién nacido escribió al duque Alfonso dándole cuenta del estado de salud de madre e hijo y es posible que no le diera muchas esperanzas respecto a la supervivencia de este último.”
Lucrecia Borgia (1480-1519) Bajo una nueva luz, Isabel Barceló Chico, Editorial Sargantana